Si su medio es la espesura, ¿por qué tiemblan? ¿Por qué si las ramas son calma y refugio, no hay entonces sosiego para los rostros?
En pleno umbral se da la enfermedad. Cuando, abierta de par en par, la masa fría de la intemperie no invade al estancia, y tampoco el calor, largo tiempo gestado, intenta evadirse; cuando ambos dominios delimitan una membrana en ese vacío exacto dejado por la puerta, habitar ahí es enfermar. Se contrae la frente al roce con el afuera, mientras perdura templada la nuca – como acontece a las propias paredes -. El cuerpo es todo pura linde, tránsito de un espacio al otro, no tibieza, y es trastorno por ello.
A ese momento crítico de saberse inminente caída asistimos, a quien ya no puede ni avanzar ni regresar, y suma al temor el primer temblor, claro síntoma.
Nunca se insistirá lo suficiente: en la cesura nace la fiebre. Pero fiebre como el estado más expansivo de la materia, pues anticipar la muerte tensa los tejidos hasta hacerlos vibrar – carne y música -, los libera del hábito vulgar de sobrevivir, les cede una sabiduría nueva.
Así es, en trance de desaparecer hallamos estos rostros. Y, sin embargo, con su experiencia del límite, con su haberse entregado a la duda, son testimonio de vida, de eso que nosotros desconocemos.
(no hay nada tan limítrofe, además, como la mera superficie del lienzo donde existen)