En el tercer capítulo de las “Histoire(s) du cinema” Jean-Luc Godard -o para ser más concretos: una “voz” que nunca terminamos de saber si corresponde a la del director suizo expresa un concreto enunciado, como si estuviéramos ante un real y al mismo tiempo fantasmal “doppelgänger” de costosa credibilidad- nos dice que lo que está viendo el espectador son “formas que van hacia las palabras o, más precisamente, formas que piensan”. Escuchada esta frase/idea parece que estamos “obligados” a pensarla bajo otra perspectiva -no necesariamente más clara, pero sí la que (seguimos en la obscuridad) nos pueda acercar más al motivo de este análisis. Sería la posibilidad de que aquello que no puede ser pensado bajo la forma del concepto puede aparecer en la imagen, y sobre todo puede “aparecerse” gracias a la propia autonomía discursiva de la imagen, que siempre se independiza de su hacedor; aunque ciertamente no en el mismo sentido de Frankenstein o el Golem de la mitología hebrea. La imagen más que «independizarse” se rebela, estimulando en quien la mira la posibilidad de interpretarla y resemantizarla hasta el agotador desconcierto del observador. Esta es la rebelión o la venganza de la imagen: expresa la misma y bíblica desazón producida por la confusión de lenguas de antiguas torres de Babel, pues toda representación formaliza tantos idiomas como espectadores la contemplan.
Qué tienen en común “El cebo” (película dirigida en 1958 por Ladislao Vajda, el mismo de «Marcelino Pan y Vino», un húngaro que, cual naufrago, apareció por nuestras playas como resultado de todo lo acaecido en la segunda guerra mundial); el ensayo de E.H. Gombrich “Arte e ilusión. Estudio sobre la psicología de la representación pictórica” y publicado por los mismos años en los que se realizó la película de Vajda; el anarquista y antifranquista Quico Sabaté, asesinado por fuerzas del orden en 1960, y los cuatro integrantes de su comando de operaciones; Ana Torrent en “El espíritu de la colmena” de Víctor Erice, en la escena en la que accidentalmente se encuentra con los cadáveres de los maquis; el director de cine Nicholas Ray que por entonces (seguimos en 1958/1960) rodó en España la película “Rey de Reyes”; y el relato de Henry James “Otra vuelta de tuerca”, si bien pienso que las criaturas protagonistas de este bello y muy inquietante cuento de fantasmas se entienden mejor, en el caso que nos ocupa, si recordamos la magnífica ópera de Benjamin Britten basada en el relato de James y con el mismo título. Es posible que me deje algún referente o “actor” más pero no es bueno abusar de la posible paciencia del lector. ¿Qué poseen en común, entonces, o qué relación establecen estos, bien podemos definirlos así, “índices culturales de pasión”, o elementos estructuradores de un sentido que de alguna manera se nos escapa? Se me ocurren dos respuestas. Una es práctica, doméstica, prosaica, de alguna manera “vulgar”: los hechos históricos y nombres propios citados se interconexionan por la subjetiva voluntad del artista para que así sea, o para levantar una maqueta de rara y singular representación. La otra respuesta es indudablemente más inteligente y bella, y por supuesto no es de mi autoría. Pertenece al primer artista que he citado en este texto, Godard, y es una de las muchas definiciones del cine que dijo o escribió, es decir del Arte “tout-court”: “Un corazón latiendo sin cesar entre el culto de lo Absoluto y el culto de la Acción”.
“La ilusión y el miedo” es el título dado por el artista Chema López (Albacete, 1969) para su actual muestra, comisariada por Óscar Alonso Molina para el programa Conexiones, visible en el Museo ABC (Madrid). El rótulo o epígrafe está muy bien escogido, especialmente por la buena integración de su enunciado dentro de la dimensión narrativa que posee la muestra, máxime si estamos de acuerdo en el complejo y muy interesante discurso sobre la figuración (en su sentido más fluidamente ambiguo) como elemento definidor de una idea abstracta. En última instancia nadie nos prohíbe afirmar que la Idea, siguiendo a Godard, es siempre un Absoluto (o una ilusión), y toda Representación la forma visible de una Acción (o un “miedo”). Por medio de esta dialéctica tensionada hasta lo increíble (es decir: hasta el infinito que permite el arte) la muestra de Chema López -de difícil explicación teórica, ya se puede comprobar leyendo este escrito, pero de una bella y entrañable claridad expositiva cuando la “película” “La Ilusión y el Miedo” se ve en la sala de exposición- es un complejo discurso no tanto sobre el régimen de representación de la imagen (su “hipocresía visual” para entendernos), que también, pero sobre todo por la parte obscura (su “fascinación”) que detenta toda imagen (importante señalar que el artista parte de un documento fotográfico para realizar muchas de sus obras) cuando esta es “tratada” desde la estimulación de la memoria u autobiografía sentimental.
¿Qué poseen en común la película “El Cebo”, Gombrich y “tutti quanti”…? Ahora ya estamos más preparados para emitir una respuesta un poco más convincente o más sofisticada de la un tanto absurda “porque así lo quiere el artista”. Veamos. “La ilusión y el miedo” es un desplazamiento creativo de la memoria, un ejercicio autoral de causa y efecto, un espacio, si se quiere, de sociología sentimental (y hay no poco de sociología política con respecto a la España de finales de la década de los cincuenta y su incipiente desarrollismo industrial). Elementos, ciertamente, “abstractos” pero que han surgido de la fascinación que al artista le produjo la película “El cebo”, una creación profundamente “figurativa”. ¿Pero entonces el resto de las realidades culturales tratadas son “añadidos”, apéndices, flecos? En absoluto: son los necesarios “testigos de cargo” de ese raro proceso que el ser humano se somete a sí mismo cuando pone en marcha la cualidad creativa de la memoria, o de lo que podría ser el sujeto reconciliado con su Deseo. Y cuando se llega a este planteamiento tan hermoso no sobra nada, como nada sobra en la densa acumulación que Chema López nos ofrece en esta por momentos estremecedora lectura plástica de su memoria afectiva que deviene, lógicamente, memoria creativa. Pero insisto: para mejor entender esta «película» considero esencial el hecho de verla en el espacio donde la proyectan. ¿Qué quieren de nosotros las imágenes? Ser el cebo de ellas.