La esfinge sin secreto o meditación sobre otro caballo de juguete
Ricardo Forriols
Universitat Politècnica de València
La historia de la humanidad es siempre una historia de fantasmas y de imágenes, porque es en la imaginación donde tiene lugar la fractura entre lo individual y lo impersonal, lo múltiple y lo único, lo sensible y lo inteligible y, a la vez, la tarea de su dialéctica recomposición. Las imágenes son el resto, la huella de todo lo que los hombres que nos han precedido han esperado y deseado, temido y rechazado. Y puesto que es en la imaginación donde algo como la historia se ha hecho posible, es también en la imaginación donde ésta debe decidirse de nuevo una y otra vez.
Giorgio Agamben, Ninfas
Cuando llegamos a este punto hacía mucho tiempo que todo se había desencadenado. «¿En dónde estábamos, muchachos?, les dije, y ellos dijeron en el retrato de cuerpo entero del general Diego Carvajal, mecenas de las artes y jefe de Cesárea Tinajero, mientras afuera, en la calle, empezaron a sonar unas sirenas, las sirenas de un patrullero, primero, y luego las sirenas de una ambulancia. Pensé en los muertos y en los heridos y me dije que ése era mi general, un muerto y un herido al mismo tiempo, así como Cesárea era una ausencia y yo un viejo briago y entusiasmado.
Así seguía evocando el anciano Amadeo Salvatierra, de memoria, entre tequila y tequila, una historia de tiempos pasados y estridentismo a unos jóvenes poetas pretendidamente real viceralistas: Arturo Belano (Roberto Bolaño) y Ulises Lima (Mario Santiago Papasquiaro), interesados en la figura posible e imposible de la también poeta Cesárea Tinajero; y lo hacía sólo para ellos en su casa de la calle República de Venezuela, cerca del Palacio de la Inquisición, en México D.F., una noche cualquiera de enero de 1976. O al menos así lo cuenta —quizás lo imaginó o quizás estuvo allí— Roberto Bolaño en Los detectives salvajes, un novelón que a ratos parece un enorme documental coral y múltiple para leer.
Alguien busca a alguien, todos parecen buscarse y, a mitad del relato, aparece el cuadro de cuerpo entero de un general (que moriría a balazos, tiroteado en el patio de un prostíbulo) como un fantasma anecdótico, el retrato pintado del general Diego Carvajal.
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Comencé a tomar notas para este texto hace mucho, más o menos al tiempo de la última exposición de Chema López en la galería Valle Ortí (Sobre héroes y tumbas, 2010). Entonces mis notas llevaban por título “Meditación sobre otro caballo de juguete”, a medias por la cantidad cuadros con caballos que había pintado hasta el momento y especialmente para aquella exposición, a medias porque pensaba ensayar tomando como pretexto el conocido texto de Ernst H. Gombrich en el que realiza unas consideraciones muy pertinentes sobre el concepto de imagen mientras intenta describir su «caballo de madera completamente corriente».
Aquel caballo de Gombrich era de juguete, para jugar: «Mi caballo de madera no es arte». Mirándolo y meditando como lo haría Georg Simmel u Ortega, en un párrafo comprende la difícil limitación que conlleva entender la imagen como «imitación de la forma externa del objeto» —siguiendo el Pocket Oxford Dictionary— y cree más adecuado y cómodo rebuscar mejor en la idea de representación, entendida ésta como sustitución y su resultado como sustituto: «Representar, según leemos, puede usarse en sentido de “evocar, por descripción, retrato o imaginación; figurar; colocar semejanzas de algo ante la mente o los sentidos; servir o ser tomado como semejanza de… representar; ser una muestra de; ocupar lugar de; sustituir a”. ¿Retrato de un caballo? Cierto que no. ¿Sustitutivo de un caballo? Sí. Eso es, quizá en esa fórmula hay más de lo que parece a simple vista.»
Siguiendo el hilo de sus meditaciones, Gombrich apunta en su reflexión un asunto crucial para la obra de Chema López que podríamos enunciar aquí de este modo: si la imagen es una imitación y la representación una sustitución, en el proceso creativo de Chema López ese juego de representación/sustitución opera realmente sobre una imagen (fotografía, fotograma) ya existente de la que se apropia, a la que cita, sobre la que discursa, más que imitarla. De este modo, las obras de Chema López apuntan hacia tres problemas esenciales que están en la base de su trabajo (y que aborda en su libro El ladrón y el copista), a saber: a) la propia definición escurridiza de la imagen y su devenir; b) la capacidad de la pintura para “producir” imágenes a partir de imágenes; y c) estando fundado el arte/la pintura en la producción de imágenes, éste deviene una producción de sustitutivos (por representación).
Al respecto, resultará central entender la cita a Wölfflin que hace Gombrich cuando señala que «todas las imágenes deben más a otras imágenes que a la naturaleza», y asumir con él que ha habido un cambio de función en la idea de la imagen como representación que implica un ser «testimonio de una experiencia visual» y que «sugiere algo más de lo que realmente está ahí».
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Poco después de ingresar en la clínica psiquiátrica Bellevue, en Kreutzlinge (Suiza), la tarde del sábado 21 de abril de 1923 y delante del reducido público que constituían los internos y algunos invitados, Aby Warburg leyó su conocida conferencia “El ritual de la serpiente” que, más o menos en sus propias palabras, le había permitido afrontar sus fantasmas personales y liberarse de la enfermedad que le había llevado hasta allí —el doctor Biswanger le diagnosticó esquizofrenia— durante la fase terapéutica de elaboración y escritura de la misma. El primer título de la conferencia fue “Imágenes de la región de los indios Pueblo de América del Norte”, y comienza así: «Si en el curso de esta tarde he de presentar y comentar las fotografías que en su mayoría fueron tomadas por mí durante un viaje realizado veintisiete años atrás, soy consciente de que tal empresa requiere una explicación. Sin embargo, dado que no he podido refrescar y repasar adecuadamente los viejos recuerdos […] no puedo prometerles más que el relato de mis propios pensamientos sobre estos recuerdos lejanos, con la esperanza de que el carácter inmediato de las fotografías les permita obtener, por encima de lo que les pueda contar con palabras, una impresión […]».
He eliminado las referencias al contenido real de la conferencia de Warburg (los indios Pueblo) para poder centrarme en un aspecto que considero aquí relevante: Warburg se dispone a hablar a partir de una serie de fotografías que tomó mucho tiempo antes durante un viaje por Nuevo México pero parece que no ha podido desempolvarlas del todo en su memoria, dice, y sugiere que se apoyará en el poder de las imágenes para que al menos el respetable público pueda retener una impresión… Las imágenes actuarán así de motor, de evidencia, pero mostrarán en cierto modo fantasmas de un «mundo cuya cultura está desapareciendo».
La exposición de Chema López para la que escribo ahora se titula Un cuento de fantasmas para adultos, citando directamente la conocida concepción de Aby Warburg sobre la historia del arte pero también asumiendo claramente su renovadora forma de entender las imágenes como fenómenos culturales en un sentido amplio, antropológico —como no podría ser de otra manera— tal y como se puede comprobar en el planteamiento de su proyecto Atlas Mnemosyne.
A estas horas, entre mis fantasmas, justamente la tarde de otro 21 de abril, caigo en una clave que lo ordena todo: la idea de Warburg era reunir en su biblioteca materiales procedentes de todas las disciplinas con el propósito de estudiar los símbolos y sus imágenes tanto en la «acción práctica» como en la «creación artística» y, así, «arrancar a la gran esfinge Mnemosyne, si no su secreto, al menos la formulación de su enigma: qué significado tiene la función de la memoria individual y social».
Las referencias que maneja Chema López en estas obras recientes pertenecen al imaginario colectivo —que entenderemos con Amalio Blanco como memoria colectiva: norma, deber e institución social— y son por eso imágenes que remiten siempre a otras imágenes más que a un archivo concreto, documental o científico. Por muy familiares que pudieran parecer, por muy señaladas que resulten, son imágenes de imágenes en un tiempo de imágenes. Imágenes de todos.
Y de la imagen, además de sí misma y lo que conlleva o contiene, su fantasma —pues como señalara Giorgio Agamben las imágenes son «un elemento resueltamente histórico»—, hay en Chema López una fascinación personal muy fuerte hacia las imágenes de la pintura, su tradición, y de la fotografía, su big bang popular, pero también hacia las máquinas y mecanismos diseñados para producir imágenes.
Todo esto, más o menos, forma parte de un tejido continuo en el proceso de trabajo pictórico de Chema López, del tapiz donde pinta y que se dispara en todas direcciones mientras sigue apropiándose y reconstruyendo imágenes que son, en términos benjaminianos, imágenes dialécticas que se arremolinan y saturan en constelaciones entre lo que se extraña y lo profundo, lo perdido y el significado, dando pie en los cuadros a un nuevo acontecimiento del sentido resultado de la suma de materiales diversos, de fragmentos dispares, de momentos diferentes que se van recopilando y disponiendo si acaso a manera de ensayo y representación de una historia, de la historia en imágenes.
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Espectros anónimos de los años de plata y plomo, la primera de las secciones, es sin duda toda una declaración de intenciones que pone en el centro del discurso a la imagen y a la historia a través de una colección de obras en las que se enfrentan la confianza en el poder documental de la fotografía y su capacidad para poder tergiversar la realidad. Hay aquí, por un lado, un juego de palabras que vincula la plata, su nitrato, con la fotografía y al plomo, por su peso, con las armas, su munición; pero también hay una relación del plomo, su óxido blanco, con la pintura. Por el otro lado, intercalados, dos dibujos muestran las relaciones más que formales entre un caballete de pintar y un patíbulo de horca, dos estructuras de madera ideadas para la representación, o una guillotina y una cámara fotográfica sobre su trípode, ambas con un obturador cortante. Las posibilidades de forzar así los mecanismos de conformación de las imágenes, simplemente poniéndolos juntos, se extiende a los cuadros.
Más allá de la pintura, la aparición de la fotografía a principios del siglo XIX propicia rápidamente sus aplicaciones en la práctica documental cada vez más importante en los ámbitos de la ciencia y la industria pero, también, en el judicial, sin discutir la objetividad del ojo mecánico de la cámara. Documento, testimonio y prueba, la fotografía va unida al desarrollo moderno del control policial. Ya en la década de 1840 se comenzaron a realizar en Francia retratos fotográficos de los presos y, a partir de las décadas de 1860 y 1870, se extendería su uso para las identificaciones, iniciando la Prefectura de policía de París el retrato sistemático de delincuentes y sospechosos, aunque se empleara para ello el formato de carte de visite. Unos años antes, en 1856, Ernest Lacan ya preconizaba esta aplicación: «¿Qué reincidente podría escapar de la vigilancia de la policía? Tanto si se escapa de prisión como si el castigo le retiene; y si una vez liberado quebrantara el destierro que le impone una residencia, su retrato se encontrará en manos de las autoridades. No se puede escapar: él mismo se verá forzado a reconocerse en esa imagen acusadora».
Esa imagen acusadora de la que no se puede escapar, la verdad de la ficha policial, es la que reproduce Chema López en unos retratos de archivo que nos devuelven el rostro tachado y violentado, en las fotos, de delincuentes comunes, anónimos, a los que se contrapone otro lienzo con una tira de fotomatón donde descubrimos varias caras del escritor chileno Roberto Bolaño con idéntico gesto y la misma expresión que los fichados.
Por otro lado, esa capacidad de la fotografía para la elaboración de un perfil, entre el rostro y la máscara, resulta también significativa si añadimos que los archivos fotográficos de los periódicos estadounidenses recibieron durante años la siniestra denominación de morgues, pues en ellos se coleccionaban los retratos de personajes que —se podría decir así— iban a morir.
Y ahí entronca la segunda parte de esta sección, la que se refiere a la manipulación de la imagen de la realidad y que se cifra en dos estupendos lienzos: la metaimagen que supone la radiografía de una cámara de fotos de aquellas de fuelle, quizás en busca de la verdad de su ciencia y, en segundo lugar, el lienzo donde se intuye la figura de la médium británica Ada Emma Deane, famosa por sus fotografías de espíritus, junto a su cámara en el momento en que se le aparece el espectro de Walter Benjamin cual fantasma, como extra.
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Anotaré en mi cuaderno: ¿Cómo se crea un cuadro, si acaso una imagen, cuando lo que se cuenta está en los márgenes, a veces hacia dentro y, las más, hacia afuera? El margen es el del espacio de la imagen, del cuadro, su forma; pero también es el margen reversible del tiempo que nos permite contar la historia. Todavía quedan muchas constelaciones por trazar en constantes revisiones y repeticiones mientras el tiempo, la historia, el espacio y la técnica dan paso al imaginario y, así, a la conciencia.
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El fantasma de la esperanza es el título de la siguiente sección, compuesta únicamente por un paisaje de grandes dimensiones que funciona como intermezzo panorámico en el que encontramos inscrito el título de una canción, Peace in the Valley14, sobre un fragmento de naturaleza de tipo sublime. Este paisaje es casi una continuación (o pudiera ser al otro lado) de aquel enorme lienzo de Chema López titulado El límite que se expuso en la galería Tomás March, también en el centro de la sala, a finales de 2006.
La maleza, su estar así desmarañada como desbordando una alambrada sobre el lindero de un camino, y la mirada que no encuentra horizonte posible por donde escapar se contraponen a ese rótulo sobreimpreso con letras de tarjetón que es una cita directa al estribillo de la canción: «Oh, there will be peace in the valley for me, for me/There will be peace in the valley for me, oh Lord I pray/No more sadness, no more sadness, no more trouble there’ll be/There will be peace in the valley for me, for me.»
No sabemos quién es, de dónde viene ni dónde va la voz que canta su deseo, su amenaza; sólo escuchamos su lamento y el rezo pidiendo encontrar paz en el valle mientras atraviesa ese poderoso paisaje en blanco y negro sin oponer resistencia al murmullo silbante del viento que evoca. ¿Podríamos ser nosotros, espectadores, los personajes que vagamos solos por el camino como fantasmas en la proyección de una película sobre la pantalla de cine, al inicio de la película, mientras musitamos otra vez el estribillo?
Ese es el posible fantasma de la esperanza, su imagen, haciendo juego con una de las acepciones que daba María Moliner para el término “fantasma”: «Imagen de algo negativo que atormenta o supone una amenaza para alguien.»
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Presencias reales (entre bastidores) comprende una suite de obras en las que Chema López despliega ese proceso de volver a pintar lo pintado, lo fotografiado y, al tiempo, pintar la pintura o la fotografía de una forma muy evidente, insistiendo sobre el proceso de construcción de la imagen y, también, del imaginario colectivo.
Aquí, llaman la atención esos lienzos en los que cita “al detalle” algunas de las pinturas reales de Velázquez (Felipe III a caballo, Felipe IV cazador, La reina Isabel de Francia, El cardenal infante cazador) centrando el motivo en la referencia a unas minúsculas estratigrafías de los lienzos originales que, con su zoom brutal, por mecánico, muestran una fase de estudio del proceso de restauración en la que se busca observar la correspondencia de capas de pintura, la sedimentación del pigmento y el comportamiento de los aglutinantes. Pudiera parecer el Chema López más abstracto, un tanto frío pero con un punto de color, si acaso mínimo —como se señaló: «para evitar dogmatismos»—, si bien ya antes ha pintado aproximaciones importantes a la piel de unas manos cuarteadas, al pelo enredado en niebla de una barba, a la cubierta gastada de una Biblia forrada en piel… Lo que sí resultará novedoso es esa manera de citar y pintar la pintura, los cuadros de nuestro imaginario histórico, a través de esas fotografías microscópicas.
Y cierto giro barroco parece cerrar el círculo de la imagen (restauración pictórica) y abrir otro de la historia (restauración monárquica) al proponer la interpretación en sendos lienzos del retrato de cámara de Felipe IV que pintara Velázquez en 1624 y del que pintara Philip Alexius de László de Alfonso XIII en 1927 (en combinación con otro retrato fotográfico de la época). Ambos personajes reales se aparecen en los cuadros como fantasmas, tamizados por los rayos X que desnudan los arrepentimientos de la pintura y las correcciones en busca del parecido o corrigiendo la pose: el primero, un Austria, convertido casi en un payaso deforme como por exceso de maquillaje; y el segundo, Borbón15, portando premonitoriamente su propia cabeza en la mano.
La potencia de las imágenes reside en ese carácter fantasmagórico pero también en la representación de todo el cuadro desde dentro y a través que permite ver los trabajos de pintura a la vez que descubre la madera del bastidor, su beta, atravesada por los clavos y dejando al aire esa definición simbólica del cuadro, quizás desde sus orígenes, que lo vincula como soporte de la pintura a la pasión de Cristo: cruz de madera, clavos y sudario de lienzo.
En otro orden real, El fin de la representación. El Menino, es una pieza central que se cifra en un díptico que deconstruye la tramoya de una fotografía de 1859 en la que se está retratando a Louis Napoleón, príncipe imperial francés, a lomos de un pony en medio de la escenografía de uno de «esos estudios [fotográficos] del siglo XIX que, con sus cortinajes y palmeras, sus tapices y caballetes, tenían algo de cámara de tortura y de salón del trono al mismo tiempo». A un lado, un sirviente sujeta al pony; al otro, Napoleón III contempla la escena mientras su pequeño príncipe está inmovilizado en la silla y un perro se pasea. La escena —estoy de acuerdo con Chema López— es muy parecida a Las Meninas de Velázquez si bien la operación que realiza en el díptico consiste en bloquear la representación con un iconoclasta y malevichiano cuadrado negro sobre el espacio de la fotografía que se comercializaría como carte de visite (con la imagen del niño a caballito sólo) e independizar ese elemento en el segundo lienzo, justo con el mismo tamaño del cuadrado negro.
Hay en esta sección otra serie de obras que permiten acabar de dibujar un triángulo perfecto trazado entre las figuras del rey Alfonso XIII, el general Miguel Primo de Rivera y don Miguel de Unamuno, azote que fuera de la monarquía y del dictador que no dudó en desterrarle —o descielarle— de la península enviándolo a Fuerteventura. Entonces era a principios de 1924 y, en Puerto Cabras, don Miguel se fotografía como en broma maniatado y a lomos de un camello.
Unamuno era un personaje fascinante por su verbo y su letra, por la sagacidad y las broncas que organizaba, un peso pesado de nuestra intelectualidad que por otra parte aparece en la historia entregado a su personaje, casi pop, un personaje construido a fuerza de posar para los cuadros, la posteridad, y las fotos de los periódicos, la actualidad. El mismo Unamuno escribía en uno de sus artículos: «Soy un mito que me estoy haciendo día a día, según voy llevado al mañana, al abismo, de espalda al porvenir. Y mi obra es hacer mi mito. “Que es el fin de la vida hacerse un alma”, como dije al final de uno de mis Sonetos. Y si el individuo es una abstracción el universo es otra. Una parte que no es más que parte es tan abstracta como un todo que no es más que todo».
Tildado de ególatra muchas veces, don Miguel coronó el armazón de su personaje con aquella afilada calavera vizcaína con la que posó tantas veces, también para los ingenieros José Limeses y Antonio M. Saralegui en la década de 1920 —como Ortega y Gasset y Juan Ramón Jiménez— para unos estudios fotográficos que se preveía sirvieran para realizar una escultura perfecta a partir de tres puntos de vista, tres imágenes como de ficha policial que ahora (y por fin) pinta Chema López: Santo, poeta y criminal es un tríptico estupendo donde sobrepone a los retratos de Unamuno las palabras Bad, Good y Ugly en relación al título de la película de Sergio Leone Il buono, il brutto, il cattivo (1966).
Pero no podrá estar tranquilo don Miguel rodeado de tanta representación y política, de toda esa pintura de cámara real y retratos oficiales, con copias y versiones que se reparten en las dependencias del poder haciendo siempre presente su imagen… Cerca, otra obra retrata a los hijos de Miguel Primo de Rivera en un óvalo, en fila, mostrando el perfil familiar que se completa sobre la pared —como si se tratara de una cinta de Moebius, en el sinfín— con el estigma de una calavera, lo que queda de la esfinge: si acaso la formulación de su secreto a modo de vanitas.
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Proyecciones particulares (santos de alcoba) es la última de las secciones, donde se resuelve el cruce entre la historia colectiva y la familiar. Se dibuja aquí otro triángulo que se sobrepone al anterior a partir de las figuras del abuelo, el tío y el propio Chema López, y toma como motivo la inserción en la exposición de un retrato de Miguel Primo de Rivera pintado por José María López Perona (el tío).
Protagonista a su manera de parte de esta historia, entre otros “santos de alcoba”, ese retrato de Primo de Rivera se aparece como un espectro siniestro —como el del general Diego Carvajal en la novela de Bolaño, aunque éste no sea un retrato de cuerpo entero—, como un objeto transicional melodramático que hace de gozne y cierre para con el resto de obras, al menos en la concepción de la exposición y su montaje, y permite organizar un relato familiar transgeneracional a lo largo de un siglo de historia en el que muchos otros elementos y personajes públicos y privados se van añadiendo para conformar una constelación a través de las imágenes y su sentido.
La historia se cuenta en el video Angelitos negros. Los motivos del pintor, que se convierte así en una pieza clave que articula lo que por otro lado también podría ser común: los recuerdos de toda una generación a partir de las fotografías familiares en blanco y negro, su certeza como documento, como dogma; y la posibilidad de reinterpretar y rearmar esas mismas imágenes para contar nuestra historia.
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Todo se acaba. Un coro de musas (Black Soul Choir) nos despide desde la oscuridad, desde los años de plomo entremezclándose sus integrantes en ese efecto de imagen borrosa, como la memoria defectuosa, donde todo se aparece o desaparece, como los fantasmas, su estribillo, en un cuento para adultos inquietante, fuerte —como diría mi madre—, amenazador y épico.