Una conversación
Chema López, José Saborit y Ricardo Forriols
Dicen que la mejor sombra es la del limonero y así, debajo de un limonero a finales de la primavera, decidimos ponernos una tarde a hablar y decir, a contar en una conversación —la que sigue— sobre la pintura de Chema López. La idea había sido establecer un diálogo a tres bandas para el que habíamos invitado a José Saborit, y los resultados crecieron en algunos puntos por las ramas, mientras repasábamos unos quince años de trayectoria en la pintura de Chema López y algo así como su manera de entender la pintura.
Eso, más o menos, es lo que abarca la selección de obras que se recogen en la exposición, centrada en la revisión de esa constante que se repite a lo largo de todo este tiempo en las diferentes series y que sirve, también, para articular la muestra. Me refiero a su particular práctica de una pintura que desde mediados de los años noventa se desarrolla fundamentalmente en el terreno del blanco y negro. Pero también a la insistencia en una mirada, no menos particular, de la pintura y de la realidad que se ha ido perfilando en los temas de los cuadros, temas que se han ido modificando en las formas, que se han reconducido hacia imágenes más universales, abiertas y, quizás, poéticas.
El camino está jalonado de referencias maceradas en el tiempo, extraídas de la pintura, la literatura, la música, el cine…; las mismas que se destilan y filtran en los últimos años para desplegarse y completar un imaginario que toma cuerpo en la muestra, por primera vez, retroalimentándose mutuamente los cuadros de entonces y los de ahora, echándose puentes de sentido, hilos de continuidad.
Chema López (Ch.L.): La idea de la exposición no es establecer un orden cronológico en el montaje sino relacionar los cuadros entre sí, por motivos varios: coincidencias compositivas, temáticas o conceptuales, permitiendo que los cuadros de distintas series se interrelacionen y puedan funcionar juntos, apoyándose o como contrapunto. El título de la exposición es El brillo del sapo pero el subtítulo nos ha servido para agrupar y articular así los cuadros en Historias, fábulas y canciones, correspondiendo con los tres pisos del Palacio Valeriola. Historias cuenta la parte más de crónica, bien historicista o de anécdota concreta, como aquello del relato oral de mi abuela en Padre, patria y patrimonio. En fábulas se plantea ese aire más narrativo, de cuento, que también me interesa mucho, a través de cuadros que funcionan como leyendas en un espacio mítico o atemporal. Y, luego, canciones viene a recoger lo más rimado, lo más ambiguo… Si bien, las referencias obvias a hechos históricos, animales o motivos rescatados del ámbito musical, respectivamente, se acaban conjugando en cada una de las tres partes, hay que tener en cuenta que esta distribución es funcional y que las fronteras entre los apartados tienden a borrarse. Hay muchos cuadros que podrían estar perfectamente ubicados de otro modo.
Ricardo Forriols (R.F.): El título que has elegido para esta exposición incorpora la referencia particular a un animal, el sapo, que es como el contrario de la rana, su negativo, como diría Juan-Eduardo Cirlot. Además, en una de las obras que has pintado para la ocasión aparece la secuencia de un sapo retorciéndose, dándose la vuelta. Me pregunto sobre el sentido de esa fascinación de la mirada y las referencias donde se ancla…
José Saborit (J.S.): Bueno, ¿tú ya pintaste un sapo con el retrato del príncipe?
Ch.L.: Sí, aquel era un cuadro azul de la primera época, con una corona que al final parecía un sello y que iba, cuando lo expuse en la galería PostPos en 1991, junto a un billete de 10.000 pesetas con la cara del príncipe y una rana disecada. Se titulaba, muy directo, ¿Quién quiere besar al príncipe azul? Ahora, la idea del título de esta exposición y la referencia al brillo del sapo tiene que ver con el carácter repulsivo del animal, con esa piel deforme que no apetece tocar pero que brilla. Relacionando la idea de brillo, con ese deslumbre superficial de las apariencias, un destello obsceno o grotesco, pero al mismo tiempo atractivo, fascinante. Una atracción morbosa. De todos modos el sapo es un animal que se ha utilizado desde la antigüedad para representar lo abyecto, lo viscoso.
J.S.: Es un animal que habita los cenagales, el fango, lo más bajo…
Ch.L.: El sapo es ponzoñoso. Hay una miniatura muy conocida del Beato de Liébana, que ilustra el Apocalipsis de San Juan, en la que se representa al Anticristo como un señor vestido de obispo, el “Falso Profeta”, con un sapo saliéndole de la boca, un caballo con un sapo saliéndole de la boca y una serpiente-dragón con un sapo saliéndole de la boca. Representa el sapo como la ponzoña, la mentira, el veneno. Lo relaciono también con la mezcla gris que hago, que puede ser muy fangosa, y con ese brillo que tiene el óleo, que es una cosa untuosa, grasienta, como un lodo atávico…
J.S.: Bueno, de hecho, en muchos cómics aparece y existe la expresión “echar sapos y culebras por la boca” que es como insultar o hablar mal de algo. Es más, es gracioso que Voltaire, en su Diccionario filosófico, tiene un artículo que es “Belleza” donde para hablar de la arbitrariedad de la belleza, de lo convencional que es, dice algo así: preguntad a un sapo por la belleza y os dirá que es una hembra de su especie con el vientre abultado, con los ojos abultados y moteados… Eso es la idea de belleza para un sapo.
R.F.: Además, es importante la referencia a su brillo, como decías, emparentado en cierto modo al de la pintura. Ese brillo relacionado con la mirada y con la luz, el destello de un objeto, es más un punto de reflejo simbólico entrevisto en la piel del sapo que un lucimiento en la imagen.
Ch.L.: El brillo tiene mucha relación con las apariencias, con el maquillaje y la superficialidad, con el poder de atracción que tienen las imágenes, justo en esta época en la que se habla del arte como maquillaje. El brillo, eso que deslumbra, algo que atrae al mismo tiempo que ciega. Puro espectáculo.
J.S.: Pero tus cuadros suelen ser mates…
Ch.L.: Suelen ser mates pero algunos tienen un punto brillante. Por ejemplo, el blanco sobre el negro produce una especie de brillo falso, óptico.
J.S.: He estado muchas veces pensado en la semiótica del brillo, del mate, del satinado, es decir, hasta qué punto cambian un cuadro… O las modas, en relación a los típicos cuadros del siglo XVIII o XIX, con los pompier, con ese acabado bruñido, barnizado, esmaltado, espejeante, que es como una joya, un lujo.
Ch.L.: Y que tenía la intención, también, de ocultar o disimular la pintura, haciendo del cuadro un espejo o una realidad virtual.
J.S.: Sí, y aviva y da esplendor a los colores, porque un mismo color con un barniz brillante se satura más, brilla más, refleja la luz de otra manera, mientras que un cuadro mate… Para un cuadro que describa una penumbra hacerlo con brillo sería un desastre, mejor mate, muy mate.
Ch.L.: El brillo del óleo…, yo por ejemplo preparo el lienzo muy poco para que me permita usar toda la pintura que quiera sin que se acabe empastando, dos capas de cola de conejo sin materia para que se meta por detrás y así siempre tienes esa textura del lino haciendo las veces de trama, quedando por encima de la imagen… Al final el óleo siempre se satina pero sin llegar a ese punto que te empiezan a salir brillos no deseados por todas partes.
R.F.: Sí, pero además, en los cuadros que estás pintando últimamente hay barridos que construyes, con la propia pintura, que tienen esa apariencia de brillos en la imagen.
Ch.L.: Últimamente he ido derivando e incorporando unas franjas verticales y horizontales que al principio provenían de la estética fotográfica, desenfocada o movida, pero que al final empiezan a tener otros sentidos más propios. En el cuadro El límite se ve eso, que viene un poco de los medios de reproducción, como las fotocopias, que dejan rastro, como imágenes mal acabadas, mal reproducidas. Aunque también las utilizo con la intención de evidenciar la bidimensionalidad de las imágenes, de insistir en su esencia plana. Por ejemplo, en el cuadro de los dos caballos (Los murmullos), a tamaño natural y con su sombra, un cuadro muy de representación. Al mismo tiempo, al hacer esas franjas, rompes la ilusión y vuelves a hacer plana la imagen, a recordar que es una simple imagen. Eso da mucha atmósfera, además de remitir a los medios de reproducción, curiosamente hace que la imagen se vea más plana y a un tiempo, paradójicamente, más ambientada, con mayor profundidad.
R.F.: Para conseguir esa profundidad plana, incluso, juegas con la propia trama de la tela que te permite generar superficies de puntos de diferente intensidad y brillo, como una trama de color, al depositarse la pintura de forma desigual sobre las fibras.
Ch.L.: Sí, los que están pintados con acrílico blanco sobre loneta pintada de negro, siendo muy mates, son cuadros que producen un efecto de brillo, de luz o de resplandor por el empaste, por esa especie de vibración sobre la trama de la tela. Pero los que están pintados con óleo siempre quedan más grises, con sus miles de matices, con esa tensión…
J.S.: … Con esa tensión dialéctica del blanco y el negro que se resuelve en la síntesis del gris. Pero tú no empezaste pintando en blanco y negro. En la perspectiva con la que se ve tu obra en los últimos doce o catorce años hay algunas variantes, algunas constantes y también algunos cambios. Al principio había color, referentes fundamentalmente musicales y políticos y un tono evidentemente ideológico, casi llegando a lo panfletario, cercano a la ilustración, de mensaje más cerrado… El sentido de los cuadros era mucho más delimitado, con poca posibilidad a que el espectador interpretara otras cosas más que las que se le estaban contando. Y de ahí se pasa al blanco y negro, a la ausencia de color; los referentes musicales y más evidentemente políticos pasan a ser referentes más literarios incluso, en ocasiones, hasta poéticos, como en el caso de César Simón, de Claudio Rodríguez o de autores que de algún modo han dejado su rastro en tu pintura. Y luego la técnica también se va volviendo más autorreflexiva, es decir, más autoconsciente y más misteriosa, menos ilustración y más detenida en los propios azares de la superficie o los propios efectos que la pintura produce en la mirada del espectador. Y por lo tanto la obra final es más abierta, favorece la multiplicidad de lecturas, la polisemia, se aleja del panfleto buscando un equilibrio entre el efecto autocomplaciente de la superficie y la narración. El último cuadro de la valla, El límite, si no tuviera ese formato y esa capacidad de impregnar sensorialmente al espectador por su tamaño, por la densidad del negro, por los restregados, podría ser un panfleto perfectamente, más en estos tiempos que corren. Vemos una valla, los árboles que se confunden con la valla, el límite. Estamos en un mundo en que las fronteras son un tema candente, de los telediarios. Entonces, lo que hace que se transcienda todo eso es justamente el uso de la materia y del lenguaje pictórico, que va más allá. Eso es algo que considero sustancial en la evolución de tu pintura.
R.F.: En todo caso, la selección de las imágenes con las que trabajas se ha complicado. El cuadro de la valla tiene esa intensidad, puede ser de actualidad, pero también es una imagen muy estereotipada del cine del oeste, un cercado, o de una determinada visión del paisaje más romántico donde aparece como atrezzo o elemento retórico, pero dentro de una narratividad más amplia. Ahora podría ser difícil entender esa valla como un panfleto sobre las fronteras, como podría ocurrir con los cuadros de hace doce años, que eran más directos y donde la referencia a la imagen de origen y la propia cuestión que se plantea en el cuadro son mucho más cercanas. A diferencia de lo que sucede en los últimos cuadros, donde parece que se amplía esa distancia, enriqueciendo la visión con los matices de superficie que comentábamos antes y permitiendo que la lectura de la imagen resulte más ambigua, quizás más potente, ideológicamente cargada pero más atemporal.
Ch.L.: El tema de las fronteras, sin duda, está ahí pero evitando caer en una actualidad demasiado periodística, oportunista.
J.S.: Sí, que el cuadro no se agota al descubrir la metáfora porque tiene esa ambigüedad. Eso justamente es lo que hace que la pintura no sea un panfleto, no sea una ilustración de un ideario o de una idea. Es un tema que a mí me preocupa mucho: en qué medida la pintura se pone al servicio de las ideas. O en qué medida es la propia pintura la que desata una forma de pensar que sólo puede darse mediante ese hacer pictórico y que es un pensar específico o una manera de interpelar al espectador que sólo la pintura desde su materialidad puede promover porque sino, ¿qué sentido tiene pintar? Se hace una foto, se pone la foto y ya está. Ese es el problema que tenemos con los alumnos cuando copian fotos. ¿Cómo se traduce la foto? ¿Qué ocurre en ese camino de la foto a la pintura a través de la imagen? Eso que ocurre ahí en el pensamiento y eso que luego se transmite al espectador es lo que hace que valga la pena hacer un cuadro. Esa ambigüedad también se extiende a otros momentos como, por ejemplo, la referencia al caballero y la muerte. ¿No sé si tenías a Durero en la cabeza?
Ch.L.: Sí, el grabado de Durero, El caballero, la muerte y el diablo. Pero curiosamente mediatizado a través de la portada de Tusquets para una novela de Leonardo de Sciascia sobre el terrorismo de Estado, con el mismo título.
J.S.: O el Nicholas Ray desdoblado, que parece un rostro demoníaco…
Ch.L.: Es un rostro imprevisto, que salió ahí en medio mientras lo pintaba, pero sin esoterismo, ¿eh? Que conste (risas).
J.S.: Esas fugas del sentido cerrado son las que hacen que la obra se acerque a lo inagotable, a la relectura, al volver, del mismo modo que actúa la poesía, de ahí que se hable del sentido poético, de la autorreflexividad y de la ambigüedad como algo que hace que la obra siga, siga. Cada vez que lees un poema de Claudio Rodríguez se hace nuevo. Yo creo que tus cuadros últimos buscan, están es ese punto de apertura.
R.F.: En todo caso, en el modus operandi hay una insistencia en la apropiación de imágenes extraídas del cine o de la propia fotografía que ilustra revistas, portadas de discos, de libros, incluso fotografías vinculadas a momentos concretos de la historia, de la realidad, que aparecen en la prensa o en la publicidad…
Ch.L.: Sí, eso lo hablamos mientras trabajamos en la selección de los cuadros, cómo había ido en los primeros años de unas imágenes muy concretas, que se pueden vincular con cosas de la actualidad o históricas muy cerradas, a imágenes más ambiguas que durante el proceso de apropiación se transforman. Imágenes de distintos campos que no tienen entre sí nada que ver, que si las miras por separado no tendrían ninguna conexión entre ellas, pero que al enfriarlas, al pintarlas en blanco y negro, y al hacerlas pintura establecen relaciones nuevas, muchas veces no previstas. Es lo que hablaba antes José, no es lo mismo en la portada de un disco como reclamo publicitario para atraer al comprador o para dar una imagen concreta del grupo musical, que verla en formato cuadro, que puedes dedicarle ese tiempo que necesita más lento de ver, como espectador me refiero, no me refiero como pintor, que también podría ser, pero no por el hecho de decir que está pintada, de que lleve tiempo pintarla, sino que cuando pintas un cuadro lo ves de una manera diferente, pide un tiempo diferente.
J.S.: Claro, un cuadro es un artefacto pensado para ser mirado muchas veces y mucho tiempo.
Ch.L.: Y, encima, rodeados como estamos de imágenes absolutamente fugaces, continuas, en movimiento, casi constantes y fragmentadas…
R.F.: Es, creo, un proceso que pone en evidencia “la vanidad y la banalidad” de las imágenes en nuestra época, que es un poco la idea que manejas en ese cuadro que estás pintando ahora, el maquillaje y el espectáculo a veces de esas imágenes fotográficas de las que te apropias convirtiéndolas en cuadro, en pintura, manipulando su sentido para construir uno nuevo que, al final, acaba viviendo doble, como pintura y como imagen reproducida en los catálogos y en las revistas, en las tarjetas…
J.S.: De ahí el carácter de resistencia que hemos señalado muchas veces en la pintura, que frente a imágenes que se sustituyen y relevan fugaz e incesantemente, la pintura es algo que busca permanecer y no agotarse y soportar sucesivas visiones. Por una televisión pasan muchas imágenes y se van relevando, por la pintura lo que pasa son muchas miradas, es justo lo contrario. Tiene que hacerse nueva en cada una de esas miradas. Para poder hacerse nueva ha de tener esa ambigüedad porque sino, si es una imagen cerrada…
Ch.L.: Es una imagen más, ¿no?
J.S.: Claro, de ahí también la dicotomía entre imagen y pintura, que podemos llegar a pensar incluso que la pintura es lo contrario de la imagen.
Ch.L.: Eso es lo que defiende Enrique Andrés Ruiz en Vida de la pintura. Algo que los artistas que utilizan el soporte fotográfico, por supuesto cuestionarían, y creo que con razón. Al hacer la fotografía objeto de arte, lógicamente, también requiere esa mirada pausada… Pero bueno, lo que también a mí me sorprende es cómo esa apropiación de imágenes que yo hago en los últimos tiempos, si os fijáis, tiene que ver con iconos muy recurrentes, incluso un poco atávicos, como arquetípicos. Eso lo he hecho de una manera inconsciente. Son muy autorreferenciales, me refiero a ideas y a imágenes de otros que vienen a su vez de otras, como la idea de la ballena, por ejemplo, el Leviatán bíblico escogido por Hobbes como metáfora del poder absoluto y luego personaje literario de Melville. ¿Por qué pintar caballos, que están tan pintados, de los que ya tenemos tantas imágenes, y más con el cine? Igual ocurre con la idea de los pájaros: un paisaje bucólico con un pajarito ya tiene mucha carga de por sí, ¿no? Cuando tú ves un cuadro con un pájaro estás viendo también todos los cuadros que se han pintado antes, en oriente y en occidente, así como las imágenes publicitarias que estos cuadros han sugerido.
J.S.: Ahora que dices lo de los pájaros me viene lógicamente a la memoria lo de César Simón, que es uno de los orígenes de la serie La caída, ¿no?
Ch.L.: Sí, pero inconscientemente. Al final, la portada del libro la relacionas con el contenido y de repente empiezas a mirar imágenes de pájaros orientales comparándolas con las representaciones occidentales… Pero con el tiempo reconoces que todo empezó en esta serie, concretamente, con la portada de aquel libro de César Simón, En nombre de nada, y en relación con la fuerte impresión que me produjo su lectura.
R.F.: Es un poco lo mismo que lo de los cuadros de las barbas, ¿verdad? Que surgen de los retratos de determinados personajes, de portadas de libros, de discos, de la fascinación, digamos, por tipos establecidos como podrían ser la figura del patriarca, o de pensadores del siglo XIX como Bakunin, Darwin, Dostoievski, las imágenes actuales de los integristas islámicos o, incluso, la idea del hombre-lobo.
Ch.L.: Por poner un ejemplo concreto, en el cuadro El cura y la ballena la cuestión surge de las relaciones formales entre las barbas de los cuáqueros (padres fundacionales) y las bocas de esas ballenas barbadas. El capitán Ahab y la ballena blanca que persigue acaban confundiéndose. La idea era crear a partir de un pequeño detalle un gran paisaje tormentoso…podría ser un cuadro sobre el fanatismo, sobre la fascinación y el peligro de las ideas… Aunque, realmente los integristas que más sufrimos van desde hace siglos muy bien afeitados…
J.S.: Tú vas tejiendo los sentidos jugando un poco con el azar, con lo que el azar te va poniendo por delante, una imagen que se te queda en la memoria, una portada y vas barajando todo eso hasta generar el cuadro… A mí me da la impresión de que trabajas un poco de una manera parecida a algunos cineastas que tienen confianza en el azar y en la realidad y se ponen sin un guión previo muy preestablecido a esperar a ver que pasa, y entonces pasa una portada, pasa un pájaro, un texto de Schopenhauer y con eso se teje un sentido que tú no dejas cerrado sino que sugieres y lo dejas ahí pues para que vaya generando a su vez otros en el continuo diálogo con los espectadores.
Ch.L.: De hecho, ahora cuando intento pensarlo de una manera racional, como hacía antes, no me sale. Por ejemplo, ya no es que quiera fotos de caballos, sino que una foto de un caballo, por lo que sea, en un momento dado, me ha atraído entre las miles de imágenes que existen. La prueba fue que cuando decidí que necesitaba referentes de caballos, me puse a mirar todos los libros de caballos que hay, que por cierto hay cientos de libros de fotografías y cuadros de caballos, pero al final he pintado sólo una foto y he pintado varias veces una misma imagen. O sea que lo que realmente me atraía era esa imagen y, sobre todo, esa experiencia que tuve al verla o al redescubrirla con un sentido concreto. Una vez me decías, José, sobre esto mismo: “entonces tú vas por ahí, vas viendo imágenes y ya tienes los cuadros”. Ojala fuera así porque pintaría más. Pero cuando intentas hacerlo más seriado ya no sale tan bien, porque ya empiezas a estar al servicio de la idea y no de esa inconsciente traducción que haces de imágenes en pintura o de pensamiento visual.
J.S.: Pero pese a todo, Schopenhauer, Clément Rosset, César Simón, Faulkner, lo que son los referentes, el trasfondo literario, está ahí. No en modo de panfleto, de texto que los cuadros ilustren, pero sí que está ahí, está en el reverso, están latiendo de algún modo entre las imágenes.
Ch.L.: No sólo literarios…..Lo que yo quisiera es que algo de esa determinada atmósfera se impregnara en el cuadro, por ejemplo la de Faulkner o la de Rulfo, no ilustrando un cuento o una idea filosófica, pero sí captar algo de ese ambiente. También es verdad que hay cierta sintonía con los autores, una afinidad en los temas, en los puntos de vista.
R.F.: De hecho, tienes muchos cuadros que surgen de una atmósfera sonora, no sólo visual o literaria, que parten de la música, de una canción y de la imagen que te puede evocar lo que en ella se cuenta, sus resonancias. Pienso en el ritmo sincopado de un espiritual negro, en los rasgados de una guitarra, en el quejío de los flamencos…
Ch.L.: Hay referencias privadas por ese intento de apropiarme de lo que me gusta, de lo que disfruto como espectador, espectador en el sentido de “disfrutador”. De hecho, me siento más apropiacionista que creativo, en el sentido de tomar imágenes e incluso ideas de otros. Tengo una relación muy visual con la música, con las portadas de los discos, con las imágenes que evocan las canciones, directa o indirectamente, con las atmósferas que sugieren determinados ritmos… Además de mitomanía y fetichismo, claro (risas). En muchos cuadros hay guiños ocultos, como homenajes particulares a los músicos que admiro. Como decía antes, las barbas que parecen de un personaje mesiánico son de Bonnie ‘Prince’ Billy; la mano como de obispo, con un anillo reluciente de Icono. Todo o nada —un cuadro del que estoy muy satisfecho y que me gusta mucho porque es muy pop y muy conceptual al mismo tiempo— viene de un disco de Johnny Cash. La música siempre ha estado muy presente porque, al fin y al cabo, siempre pinto escuchando música.
R.F.: Al final, lo que une todos esos referentes es ese aire dramático, seco, ese sentimiento trágico que decía Carlos Marzal, que el blanco y negro potencia.
Ch.L: El tremendismo que me caracteriza. (Risas)
J.S.: Esa fascinación por el mal.
Ch.L.: Eso es el brillo del sapo. Su seducción. Los seducidos es otro cuadro que habla sobre el poder de las imágenes, sobre la propaganda, sobre cómo algo abyecto puede venderse a través de la estética como algo atractivo y conmovedor.
R.F.: La potencia de ese cuadro es el extrañamiento de la imagen, lo que decía José antes, ves el cuadro en la distancia y ves una escena curiosa que te llama la atención, bucólica, muy atractiva y cuando te acercas y ves el bigote, el gesto del personaje y lo reconoces, caes en la cuenta o caes en la trampa. Entonces, esa cuestión bucólica es lo que te hace señalar la mala leche de pintar el cuadro.
Ch.L.: Claro, recuerda también a esos tapices o cuadros de caza en los que hay un montón de perros asediando a un ciervo. La postal del Tercer Reich de la que está extraído el cuadro también tiene ese sentido bucólico de retorno al bosque originario germánico.
R.F.: Sí, pero la propia franja oscura lo que hace es subrayar la trampa, separar la sorpresa de lo que sería ese primer atractivo de alguien dándole de comer a un cervatillo.
Ch.L.: De todos modos, esa imagen de un hombre de negro —que es el negro del fondo, porque no está pintado, lo que hace que sea un negro más profundo, hueco— con esos ciervos jóvenes, siempre tiene ese punto de corrupción. Creo que sin querer me salió un cuadro sobre la pederastia. Pero lo más curioso es que mucha gente piensa que se trata de Walt Disney, lo que me encanta, porque si fuera Disney funcionaría exactamente igual con esa idea de la corrupción a través de las imágenes, de la seducción por las imágenes, el factor propagandístico.
J.S.: Una primera lectura del cuadro podría hacer pensar en un buen hombre … con lo cual es un oxímoron clásico, una ironía al decir lo contrario de lo que se piensa o de lo que es. De todos modos creo que has sabido siempre ser prudente y esquivar un peligro de la moral animal, aplicada a los animales y darwinista, porque en la tradición, ya en Esopo que tal vez fue el primero en utilizar a los animales para sacar conclusiones morales ocurre eso, que se proyecta sobre el animal la moral humana y se le hace hacer lo que más convenga para sacar las conclusiones que más convienen, porque animales hay para defenderlo todo. El uso de los animales casi siempre es la proyección de una ideología, como en las fábulas de La Fontaine, de Samaniego… En las de Augusto Monterroso ya no porque cuando habla de los animales es más escéptico e irónico.
Ch.L.: En cierto sentido encuentro que muchos de los cuadros son irónicos, aunque con un humor algo sombrío, humor negro.
J.S.: Hay otro asunto de tus cuadros, de la parte más formal, y es que en tus cuadros veo muchas veces antagonismos duales o tensiones entre una cosa y otra, y la más clara es entre el blanco y el negro, dos opuestos que en nuestra cultura se cargan de significados los mires por donde los mires. Y cómo el blanco y el negro dialogan a veces fundiéndose en grises pero a veces no fundiéndose en grises, restregándose y manteniendo su autonomía. Porque las dos técnicas que manejas, aunque parecen semejantes son contrarias, porque una resuelve la síntesis de grises, la oposición, mientras que la otra sólo la resuelve ópticamente al alejarte. Entonces, también, a parte del blanco y el negro, que el blanco puede llegar a metaforizar muchas cosas y el negro también, o todo lo contrario, o la ausencia de color también, una mayor veracidad o realismo, como hemos comentado otras veces con la alusión a la fotografía en blanco y negro y su poder de verosimilitud. O bien un cierto desencanto en el modo de ver una vida, un mundo sin color, privado del color… Además de eso, yo también señalaría la importancia que hay al mirar tu pintura de la mirada lejana, desde lejos, y eso es algo que favorece el formato grande, que son cuadros que impresionan. Hay otros cuadros que pueden estar muy bien pero no te producen, no tienen tanta pegada visual, en el sentido que los ves y no te impresionan. Pero de lejos, tus cuadros impresionan por la fuerza y, luego, cuando te acercas y estás a un palmo, entonces te impresionan por la delicadeza, por el cuidado, y es un acierto conjugar la mirada lejana y el poder casi publicitario de atrapar la mirada con su fuerza pero al tiempo resistir una mirada cercana que lo que busca es una sensualidad, una delicadeza del restregado, de la microsemiótica de la pintura, lo que puede hacer la pintura desde cerca: el punteado, los bordes dobles, las reverberaciones… Todos esos efectos están al servicio de esa inagotabilidad, de esa ambigüedad que permite al cuadro seguir creciendo.
Ch.L.: Algo parecido a lo que dices de verlos desde lejos, pero que para mí, aunque lo tengo totalmente asumido, siempre es frustrante, es cuando se reproducen, porque se vuelven a convertir en un conjunto de estampas, en imágenes, sólo permanece lo icónico, la pintura se desvanece. En cierto modo, en eso hay algo de justicia, vuelven a ser las estampas que yo robé y que por algún tiempo me apropié.
R.F.: Claro, como te decía antes, se convierten en un documento que lo que hace es testimoniar el cuadro, la pintura, y ponerla en juego, sobre el tapete, con el resto de “vidas” de esa imagen de la que partiste. Ese mismo movimiento, quizás una variante, es el que articula conscientemente el trabajo de Richter cuando copia cualquier fotografía en principio anodina, o el de José Ramón Amondarain con las obras de Cindy Sherman, Jeff Wall o Nobuyoshi Araki, pintando sus fotos y fotografiando el resultado con un leve movimiento que convierte la imagen en borrosa, la hace extraña.
J.S.: ¿Y la temporalidad? La borrosidad fotográfica se asocia a las exposiciones largas y se dice de las fotografías antiguas, frente a las instantáneas convencionales, que contienen más tiempo, que son capaces de capturar un poco más de tiempo, una duración más prolongada.
Ch.L.: Yo creo que eso, por lo menos en un inicio, es esa idea de intentar que los cuadros
sean también como un fotograma dentro de una película que no existe. Es decir, que haya un antes y un después. Es una manera de mantener la imagen fija que aparentemente nos limita en este mundo de imágenes en perpetuo movimiento, lo que es en sí una contradicción con nuestra cultura. Por muy pintores que seamos tenemos una formación de cultura televisiva o cinematográfica…
J.S.: Ese es el momento pregnante, que abarca el momento anterior y el momento posterior… Tiene que ver con lo que hablábamos antes de los bordes abiertos frente a la pintura cerrada en el sentido que hemos enlazado con el azar, en el sentido de señalar la imposibilidad de la pintura, su impotencia, porque lo que quiere hacer la pintura es parar el mundo, detenerlo, pero el mundo no se para. Lo que intenta la pintura figurativa es decirle al mundo: párate, quédate a aquí quieto, fijo… pero eso no se puede.
Ch.L.: Creo que ese tipo de efectos tienen que ver también con eso. No tanto con la idea de movimiento sino con la idea de narración, de temporalidad y de inquietud también, de imagen inquietante.
R.F.: Vuelves a hacer referencia a la idea de la imagen inquietante, que vendría a ser como una imagen que no se está quieta, que quizás se mueve y resulta borrosa o que mueve el ánimo, que intranquiliza, que puede resultar misteriosa en todo caso. Como decía José, la pintura no puede parar el mundo pero sí que intenta detener un instante, como el Fausto de Goethe, con cada cuadro. ¿Qué es lo que hace a una imagen inquietante? ¿Cómo acabas seleccionándola?
Ch.L.: Las tengo ahí guardadas, las que me han atraído por algo, y normalmente las pinto casi un año después de elegirlas. Eso me ha pasado desde siempre y me provoca ansiedad. Es como si perdiera la ilusión al ser consciente del absurdo de mi trabajo, del sinsentido de pintar. Tengo cierta incapacidad de trabajar rápido, no a la hora pintar sino a la hora de elegir, de construir la imagen y creérmelo. Necesito un tiempo para creer que merece la pena pintar eso que ya está tan pintado y hemos visto tantas veces, otra vez, de otra manera y aportando algo. Creo que es un handicap más que otra cosa, aunque de tanto verlas, las vas trabajando, modificando…
J.S.: Las vas haciendo… No es diferente a cuando se escribe un texto, que lo llevas en la cabeza y lo vas madurando antes de sentarte a escribir. Luego todo está más pensado. O, incluso, si lo hablas, como muchos escritores que antes se ponen a hablarlo, a contarlo, y así van depurando la expresión y alcanzando una manera de decir las cosas que tiene más consistencia y es más esencial. García Márquez decía que no usaba libretas para apuntar las anécdotas o las cosas que se iba encontrando sino que prefería dejar hacer al olvido y a la memoria, que eran muy sabios, y sólo lo que se le quedaba ahí persistiendo, eso ya lo tenía. Tú a lo mejor tienes un montón de imágenes y sólo algunas sobreviven y otras no.
Ch.L.: Sí, y si ha pasado un año y aún me apetece pintarlas, por algo será. Quizás que se han quedado ahí enganchadas, en algún punto de la mirada.
J.S.: Lo del blanco y negro… ¿efecto verosimilitud, efecto mediático, efecto fotografía?
Ch.L.: Por supuesto, hay una fuerte influencia del cine en blanco y negro, o de la fotografía de prensa con ese carácter de falsa realidad que crean los periódicos, con pretensiones de crónica, o más bien de suceso, de crónica negra, con el offset formando esas tramas tan evidentes y atmosféricas. Pero lo que veo que me ha pasado últimamente, de un modo inconsciente, es que he empezado a hacer imágenes más rancias, por decirlo de algún modo, que remiten a un pasado incierto y atemporal, casi mítico y creo que desde luego, el blanco y negro potencia también a esa ambientación. Al mismo tiempo que enfrías las imágenes, te las apropias, las relacionas unas con otras aunque vengan de campos de lo más diverso…Por otra parte está el contenido, la temática es muy insistente, mi obsesión por el dualismo judeocristiano, el bien y el mal, el poder y la sumisión, la inocencia y la culpa, el crimen y el castigo, la libertad y la fatalidad. El blanco y negro representa muy bien esta dualidad, y los grises los infinitos matices que la cuestionan.
J.S.: Sí, que ayuda a dar un carácter más mítico, más intemporal…
Ch.L.: De repente me doy cuenta de que todo son imágenes de paisajes, animales, viejos rostros, hay muy pocas cosas de la modernidad, ¿no? Y eso que no soy una persona especialmente naturalista, aficionada a salir al campo y todo eso. Creo que veo demasiadas películas… (Risas)
R.F.: Pero en medio de ese paisaje, que además es en blanco y negro y tiene ese carácter romántico, incluso, fragmentario, de enfocar un elemento concreto, en ese paisaje aparece la cola de la ballena, el pájaro, la casa abandonada, el árbol a contraluz, la rama de espino, el caballo… Ese paisaje funciona a partir de un “personaje” que aparece y es lo que comienza a inquietar, desde el centro de la imagen, configurando un sentido que se perfila con la gama del blanco y negro. Todo ello construye esa imagen mítica desde la evocación y el arquetipo, como diría Jung.
J.S.: Y luego, ahora que habláis del paisaje y la referencia al mundo natural, en muchos cuadros tuyos hay un efecto de proliferación casi selvático. Y ese efecto puede darse en cabellos, en ramas, en arrugas de la piel, en humo, en reverberaciones de la forma… Pero en muchos cuadros, con la excusa del mundo vegetal, las ramificaciones, la espuma de mar, las arrugas de la piel, el humo, los efectos de fondo, del movimiento de las imágenes como en la fotografía, surge como una proliferación de las formas, como un crecimiento orgánico que hace que las formas se multipliquen… Y eso enlaza muy bien con una tradición de pintura de formas abiertas, de formas no recortadas, que tal vez habría que buscar sus más notables y primeras manifestaciones, a lo mejor, en Las hilanderas de Velázquez, en esos dobles bordes del pomo de la rueca, o en el chisporroteo de los puntitos predivisionistas de la hogaza de pan en La lechera de Vermeer, que son materia pictórica que no se ciñe a la forma sino que la desborda, y al desbordarla genera un efecto como inconcluso y todo esto yo lo enlazaría con la filosofía trágica, con la noción de provisionalidad y azar.
Ch.L.: Esa desconfianza permanente de la mirada, de lo real…
J.S.: El mundo no está acabado, las formas no están acabadas y si estuvieran acabadas nosotros no las veríamos acabadas. Todo está en fuga, todo es perpetuamente contingente, es provisional, azaroso… Y, ¿cómo se pinta eso? Pues buscando lo contrario de una pintura ingenuista, recortada, cerrada, donde cada forma está en su lugar y no se desborda.
Ch.L.: Me parece muy interesante pero en mi caso es totalmente inconsciente…
J.S.: Sí pero da una idea de un mundo en blanco y negro, un mundo tensado por sus antagonismos, un mundo mítico pero, no obstante, un mundo inacabado, no es un mundo cerrado en el sentido de delimitado o concluido sino que está reverberando y creo que eso hace que todo esté más vivo. El azar como antídoto a todos los fundamentalismos, antídoto tradicional materialista a la idea de Dios, el creador, la predeterminación, la voluntad que rige y decide cómo son los absolutos.
Ch.L.: Y el escepticismo que conlleva esa mirada… de esos pintores que tenían una mirada con una estética prefotográfica como se aprecia, por ejemplo, en el niño que está sobre el perro en Las meninas, o esas formas redondeadas de Vermeer. Es como la desconfianza de esos pintores que ya veían que la mirada no iba a aprehender lo real, que lo real era una cosa efímera, a la que no tenemos un acceso directo. Ese escepticismo lo relaciono con el cuadrado negro que pinté con una señora que mostraba una especie de Polaroid velada (Aparecidos y desaparecidos. La matanza de los inocentes), un cuadrado que es además el fondo, una reserva de la imprimación negra, como mostrando la desconfianza absoluta en al capacidad de representación… Lo mismo pasa en el cuadro En nombre de nadie, sobre la imposibilidad de representar el dolor cuando de los desaparecidos sólo queda una imagen a la que aferrarse y ni tan siquiera. Incluso, es una cuestión iconoclasta que está en ese otro cuadro, Icono. Todo o nada: un grueso añillo reluciente con un diminuto Cristo tallado que aún hoy mantiene toda la fuerza del mundo o absolutamente ninguna, depende de quien lo mire.
J.S.: O el parche negro de Nicholas Ray, que es lo velado, lo oculto, lo tapado, lo que no se puede ver…
Ch.L.: Es también un hueco en la pintura, un agujero negro. Y lo que no se puede representar también. A pesar de que mi trabajo es muy iconográfico, hay siempre desconfianza al intentar decir. En esa línea, en el cuadro El pintor, el verdugo y la duda establezco un vínculo entre Andrei Rubliov, el pintor de iconos ruso que pierde la fe en la película de Tarkovski, y el Cuadrado negro de Malevich, que es el icono final por antonomasia. El fin de la representación.
J.S.: Pero hay imágenes pese a todo, como diría Georges Didi-Huberman.
R.F.: E imágenes del imposible, como las representadas en los cuadros que has mencionado, esos de las Polaroid, donde se sintetizan muchas referencias: la del mismo cuadrado negro de Malevich que era ya un límite, una imposibilidad de seguir pintando en su búsqueda espiritual y geométrica de lo supremo; luego, la cuestión de la fotografía que aparece patente en la forma de la Polaroid velada, toda negra, otro cuadrado imposible; y has mencionado incluso la iconoclastia, que surge de aquella prohibición bizantina del culto a las imágenes y se consolidaba en la iglesia medieval en un filtro entre los fieles y lo que no les está permitido ver, eso irrepresentable, la consagración… Pero claro y a pesar de todo, después han seguido habiendo imágenes. (Risas)
Ch.L.: Y discusiones bizantinas como ésta. (Risas)