LA CAPTURA DEL MAL A CÁMARA LENTA
Una aproximación a la pintura de Chema López a partir de su compromiso con las imágenes
ÓSCAR ALONSO MOLINA
Cuando se acerca el mediodía, las sombras son todavía bordes negros, marcados, en el flujo de las cosas, y están dispuestas a retirarse quedas, de improviso, a su armazón, a su misterio.
-Walter Benjamin-
Se dice que la débil persistencia de las imágenes retinianas (32 a 35 centésimas de segundo según Plateau) da pocas oportunidades de ser observadas. Pero ¿no puede suponerse que la mirada de un moribundo tiene una intensidad particular?
-Max Milner-
Yo creo que el meollo de la cuestión quedaba ya señalado hace poco por Horacio Fernández, un poco a la tremenda, aunque, eso sí, con suficiente razón: “La constante de la pintura de Chema López es la repetición de las representaciones del mal como manifestaciones visibles (y hasta puede ser que comprensibles) del poder”; recordándonos a continuación cómo para realizar algo semejante el artista se ha servido a lo largo de su carrera de algunos de los principales emblemas del mal en la cultura occidental, como el Leviatán de Hobbes o la ballena blanca de Melville. Además, junto a estas formas arquetípicas encontramos también en su trabajo diversos retratos -visuales o literarios- de sujetos concretos de referencia colectiva ligados al poder y al mal, provengan estos del mundo de la ficción o de la historia. En definitiva, es su iconografía.
Así pues, en última instancia el mal -o con mayor propiedad lo que está mal- parece aquello que capta la atención de Chema López las más de las veces y se refleja en su obra, encarnándose allí. La carne y sus grasas, precisamente, han propiciado desde antiguo toda una metaforología para la cual, maniqueamente, el color y los óleos se ligarían a la pigmentación rojiza, cálida, tostada, dorada de las tierras y los carmines, las encarnaduras y las aceitosas pieles terrenales, en oposición al mundo ideal de la abstracción, seco, lineal y sin color, del dibujo. Venecia versus Florencia, por decirlo al modo de la legendaria reyerta renacimental; o el mundo material frente al de las ideas, desde siempre. Stoichita, en las páginas de su Historia de la sombra, nos recuerda cómo ya para Cennini “el color sombra es, pues, el color carne (incarnazion) en su estado menos diluido, es decir, más puro. La utilización del blanco puro (bianco puro) supone la superación de este principio para las ‘puntas’ claras del volumen y del negro para los ‘agujeros’.”
En medio de semejante polaridad, el universo estético de nuestro protagonista hoy es radicalmente bicolor, blanquinegro, por medio de una “virtuosa” gradación de los tonos de gris y el uso de la pintura al aceite, con formulaciones más o menos antiacadémicas, como sus veladuras de blanco sobre negro, imperiosamente vetadas por el repertorio técnico del clasicismo, o su curioso empleo de una imprimación de este no-color que le sirve con frecuencia como fondo total, sobre el que resaltar sólo las tintas medias y las luces a partir de capas de pintura cada vez más clara. En medio de esta paradoja radical que supone el empleo suntuoso de los mínimos elementos -que no recursos-, como os digo, está también la constante de una figuración abordada con medios tradicionales para hacer referencia al mundo de la reproducibilidad de la imagen, con sus registros modernos y los nuevos propios de la actualidad.
Para la teoría estética el negro ha sido con mucha frecuencia una avanzadilla formal de los sentimientos de tristeza, de duelo, de miedo, de horror o de desesperación. Lo sombrío y lo trágico aparecen asociados a este valor, deduciéndose del efecto barroco que liga por su parte el negro al lujo y el luto, como antítesis del exceso y la concupiscencia de la carne sobre la faz de la tierra. Etienne Sourdiau llegará a afirmar que “lo negro, incluso, acentúa a menudo el aspecto sórdido de los crímenes y las desgracias.” ¡Más tremendismo!
Valgan como ejemplo para lo que quiero decir sobre la representación del mal, de lo que está mal, las franjas verticales y horizontales que aparecieron en la pintura de Chema López a mediados de la década pasada, haciendo referencia en un principio al lenguaje fotográfico, con sus desenfocados, e imágenes movidas; o al cinematográfico, con la secuencia comprimida en un solo plano de exposición, engarzándose velozmente los fotogramas por superposición, por encadenamiento de capturas sucesivas; o a la transparencia de las nuevas “miradas” científicas (rayos X, escáneres, cámaras de infrarrojos, visión nocturna, etcétera). En poco tiempo, un simple elemento sintáctico como el que individualizamos aquí, que llegó a caracterizar sus imágenes y las empujaba sutilmente hacia una reflexión más sobre los diversos lenguajes visuales que aparecían parafraseados en su pintura –algo que ya había explorado con otros muchos registros hasta ese momento, como el cine-, alcanzó al cabo una dimensión, digamos, “ética” cuando llegó a ser forzado para expresar algo [más] sobre la propia naturaleza de lo representado: un estado de imperfección, un déficit, una falta… Chema López lo comenta como de pasada (¿se le escapa?, ¿es un lapsus?) a Rafols Forriols en una conversación justo cuando éste le señalaba cómo esos novedosos barridos lineales de entonces construían, con la propia pintura, la apariencia de los brillos posibles de una imagen: “Viene un poco –dice el artista- de los medios de reproducción, como las fotocopias, que dejan rastro, como imágenes mal acabadas, mal reproducidas.” ¿Lo veis?, se trata una vez más de “el mal” el que empuja a las imágenes, sus imágenes, a decir, mostrar, comportarse como en principio no querrían… El mal pone en evidencia, delata (como el chivato, el espía, el traidor) lo que la imagen en su perfección indiferente oculta de manera irremisible, porque el mal, para su comparencia en el mundo precisamente lo que ha de conseguir es infiltrarse, encarnarse en algún tipo de imagen.
Walter Benjamin, quien nos advirtió lúcidamente, quizá previendo por lo que iban a pasar artistas como Chema López, que no se daba un documento de cultura que no lo fuera al mismo tiempo de barbarie, aseguraba también, en su ensayo sobre la reproducibilidad técnica de la obra de arte, escrito en 1936, lo “Aberrante y enmarañada [que] se nos antoja hoy la disputa sin cuartel que al correr el siglo diecinueve mantuvieron la fotografía y la pintura en cuanto al valor artístico de sus productos.” Profético, una vez más; pero, qué diría su fino olfato de la maquiavélica relación que ambas han llegado a establecer en trabajos como el de nuestro artista albaceteño. Imágenes ahora por fin reconocidas como imperfectas –ni distanciadas ni auténticas- del dominio fotográfico, que sólo la plausible y tan esperada antaño perfección de la pintura aspiraría hoy todavía a reconducir a una dimensión ética ejemplar; esa misma que, mucho nos tememos todos, sea ya definitivamente inalcanzable para ambas.
Desde el Barroco, la pintura de Historia se constituyó como una máquina ficcional impresionante, como un tremendo aparato de poder, reconocido y reconocible, consciente de su propio dominio que, en el presente, los media como el cine y su industria o la Red, han entendido y actualizado de manera asombrosa. Qué duda cabe que la de Chema López es, en última instancia, y a pesar de su apariencia en principio lírica, y por momentos hasta ensimismada, una pintura de Historia (antes que de historias, como cada vez quiere más hacernos creer, digo yo que perversamente), en su sentido completamente actual y comprometido; esto es: consciente de que sólo analizando sus propias condiciones de producción en el imaginario colectivo de las imágenes compartidas, y posicionándose con inteligencia frente a la naturaleza de su formato contemporáneo y sus formas últimas de inserción en el mundo, alcanzará a articular la voz crítica que a todas luces pretende y consigue en sus momentos más lúcidos, los menos evidentes, los más auténticos.
Ó. A. M. [Madrid, enero de 2011]