Un luto luminoso
(Sobre la pintura de Chema López)
Webster was much possessed by death
And saw the skull beneath the skin
T. S. Elliot.
En su poema Whispers of Immortality T. S. Elliot escribió que el dramaturgo isabelino inglés John Webster veía la calavera bajo la piel. Siempre que he contemplado los cuadros de Chema López me ha venido a la memoria ese verso, pero no sólo por la sencilla asociación iconográfica que proviene del hecho de que a veces aparezcan en los retratos del autor fragmentos de calaveras y radiografías, rostros que anuncien el hueso y su desamparo, sino por algo mucho más sutil que sugiere su obra.
Uno de los muchos poderes de la pintura –una de las muchas virtudes del arte- estriba en su capacidad de sugerencia. Es decir, en transmitirnos emoción, pensamiento, asombro, no sólo a través de su evidencia material, sino también mediante su fuerza evocativa. En la pintura, como en la vida, no sólo importa lo que se dice, sino también lo que se calla. No sólo cuenta lo que se ve, sino además lo que se oculta. No sólo aparece lo que se advierte, sino muy a menudo lo que se vela.
En la pintura de la vida nos concierne, tanto como lo que se representa, aquello que se insinúa mediante lo que deja de representarse, mediante lo que permanece en secreto. En la vida de la pintura, la pintura se explica tanto por lo que dispone ante nuestros ojos como por lo que nos invita a contemplar con los ojos cerrados, con la mirada perdida. No se trata de una forma de hablar. Es, más bien, parte de la naturaleza del arte logrado, que dispone su sentido no sólo en el ámbito de lo manifiesto, sino también en el de lo invisible.
La pintura de Chema López tiene una desacostumbrada fuerza expresiva, una poco corriente carga gestual, que proviene entre otras muchas cosas de su minuciosidad técnica, de su paleta extrañamente tenebrista –una paleta sin paleta, sin variedad cromática, una paleta de renunciante de la paleta. Una fuerza expresiva que emana de la especial familia mitológica de donde extrae las imágenes representadas, de la marcada ascendencia literaria y filosófica que quiere evidenciarse en muchos de sus cuadros. Sí, proviene de todo ello entre otras muchas cosas, pero no en menor medida que proviene también del reverso de todos esos motivos, de su eco. Porque esta es pintura del envés.
Quienes contemplamos sus cuadros, en la piel de su pintura vemos, por debajo de sus calaveras, por detrás de sus imágenes en rigurosos blancos y negros, la carne del mundo, el rostro de las cosas, la biografía de lo representado, y nos vemos a nosotros mismos, con nuestro hueso desnudo, con nuestra piel mortal y rosa, con nuestra historia al hombro, que asoma por detrás de las apariencias.
Esas apariencias que en estos cuadros no sólo engañan, sino que también desengañan, como decía Bergamín de lo que hacía el torero con el toro y don Juan con sus amantes. Cuadros que engañan y desengañan.
Es decir, que no sólo nos fuerzan a ver más de lo que parece haber, sino que además nos abren, con el escalpelo de la decepción, el cuerpo de la realidad. Cuadros que engañan y desengañan. Lienzos en donde las veladuras nos hacen descubrir caballos entre la maleza y rostros en la espesura de las arboledas. Juncos y matorrales que se nos aparecen –agucemos la vista- entreverados con la presencia mágica de los caballos. Arboledas que se extienden –fijémonos bien y comprendamos- más allá de algún rostro. Son telas que a veces pretenden engañarnos y que también aspiran a mostrarnos el engaño del mundo. Y quien comprende el engaño del mundo, queda desengañado. A eso me refiero cuando digo que son cuadros que engañan y desengañan. Son lo que son, lo que nos muestran, y mucho más. Y nos advierten de que el mundo es lo que es, lo que la realidad nos muestra de inabarcable, pero también mucho menos. Es la carne el mundo, pero también su hueso. El mundo es el rostro de los héroes, pero también su calavera. Es la luz del pensamiento –se diría que nos dice-, pero también la oscuridad del no saber, de nuestras dudas eternas, de nuestra altiva desesperanza. Engaños y desengaños, porque bajo la piel está nuestra osamenta, pero en el hueso también existe algo conmovedor, muy humano, nuestra armazón íntima.
He hablado de los héroes. Nuestro pintor también tiene los suyos, los héroes de su representación, una genealogía con su porqué, una tradición –es decir, una familia cultural solo suya y a la vez de todos- que resulta inseparable de su pintura y a cuyas reverberaciones debemos atender para entender las obras. No se trata, como resulta evidente, de que esta pintura sea especialmente culturalista, sino de que su culturalismo de raíz vital es un ingrediente indispensable del sentido. Aquí no hay diferencias entre lo que se aprende y lo que se vive, entre lo que se ve en el cine y lo que se respira, entre lo que se lee y lo que se exuda. Su universo iconográfico mezcla con equidad a Unamuno con los rostros anónimos, a Schopenhauer con las viejas que sostienen la fotografía de un desaparecido, a Nicholas Ray con un púgil cansado después de un asalto, crucificado contra las cuerdas del ring.
No hay diferencia entre la vida y la cultura, como no hay diferencia verdadera entre el hueso y la piel, entre el sentido de la obra y el rostro verdadero de los héroes. Buena parte de los modelos mitológicos del autor – el cineasta que cantó la desolada grandeza de los perdedores; el filósofo que vio el universo como un torbellino de deseo insatisfecho, de voluntad ciega; el exaltado don Miguel, Rector en Salamanca- son rostros fieros, caras marcadas por la vehemencia, esculpidas por el tiempo, y a la vez son las pieles y las calaveras que sostienen un pensamiento trágico.
De esa sustancia trágica y vitalista, está hecha la pintura que vemos. Todo alcanza su significado, todo encuentra su razón de ser. El blanco y el negro únicos de su paleta parecen apuntar en todo momento al anverso y reverso de la existencia, al entusiasmo que nos provoca y al desasosiego que nos transmite, al júbilo que nos regala y al luto que nos espera. Todo es uno, en el cuadro del mundo y en el mundo del cuadro.
Las telas, con su prodigiosa minuciosidad, con sus veladuras y con su pinceladas de óleo sin apenas empaste, con esos acrílicos que simulan la tiza, lo etéreo, paradójicamente nos hablan también de lo que más pesantez moral tiene, de lo que posee más espesor afectivo: el espesor y la pesantez de lo que está vivo y tiene que morir a su pesar, de lo que resplandece en su luto. En eso consiste la tradición trágica en que se inscribe el autor: conocer las ruinas de la existencia, y cantarlas. Ser consciente de la calavera, pero también de la piel. Amar la piel y la calavera. A eso nos incitan sus cuadros.
Ese pájaro que se posa en la rama es un prodigio del aire, pero lleva un gusano en el pico y viaja con la muerte a cuestas. Siempre existe algo inquietante en estas imágenes, algo que produce desasosiego y zozobra, una comezón espiritual que no nos deja estar tranquilos. Recordemos que hay quien ha afirmado que el pesimismo no consiste más que en una forma elaborada de realismo. Por tanto siempre hay algo aquí de realismo extremo.
Esa cara desafiante de viejo león, ya de vuelta de todas las guerras, nos mira con un solo ojo, y nos observa desde detrás del parche con el ojo que más sabe, el ojo tuerto, el ojo de haberse dejado la vida en el acto de vivirla. En las composiciones hay ojos de todos las clases. Ojos que no ven, porque son un vacío que tapa un trozo de tela. Ojos que ven doble. Ojos bizcos que apuntan hacia otra dirección de la mirada y quién sabe si hacia otra realidad. Duplicaciones de las imágenes generadas por el ojo del pintor sólo para nuestros ojos. Ojos tapados por la mano. Ojos que nos lanzan su mal de ojo. Ojos abiertos en el cielo de una tormenta, como el ojo de un dios colérico que nos observa sin quitarnos ojo. Ojos que nos sugieren la clarividencia y la ceguera a partes iguales, la lucidez y el extravío.
A ese individuo de mandíbula prieta y pelo cano alborotado le vemos el bastidor de su boca: las hileras de los dientes, la quijada de mula muerta. Lo que no se nos muestra a menudo termina por verse. La vieja de manos secas, de palmas plagadas de arrugas y estrías nos muestra una fotografía velada, porque lo que se nos muestra acaba por no verse a menudo.
Así es el mundo: un lugar peligroso. Un territorio de incertidumbres en donde conviene estar atento y entrenar la mirada. Un lugar hecho con los ingredientes que Macbeth repite por los siglos de los siglos: el ruido y la furia. El ruido y la furia necesarios para contarnos un cuento con sentido acerca de ese otro cuento de la vida.
Así es el mundo: un lugar de prodigiosa belleza tenebrista. Un lugar tenebroso y mago. Resplandeciente y tétrico. Un lugar en blanco y negro. En negros que parecen blancos. En blancos que parecen negros.
Así es el mundo: un cuadrilátero al que venimos a combatir contra la naturaleza, contra los fraudes de la vida, contra nosotros mismos. Un lugar en donde al fin quedamos exhaustos tras la lucha, sacrificados en la cruz del mundo y sin saber, porque por debajo arden las llamas, el secreto siempre.
Así es el mundo: un lugar bello y siniestro. Un sitio peligroso. Así es la pintura que interpreta el mundo: pintura del envés. Pintura épica. Paradójica pintura de la elegancia y la destreza, de la suavidad y el virtuosismo para narrarnos la turbulenta aventura de vivir.
Chema pinta en una habitación no demasiado grande, y con frecuencia sus cuadros ocupan al completo la pared en donde los apoya mientras trabaja. A menudo los cuadros acabados no caben por las puertas y tienen que salir por la ventana. Yo veo en eso una hermosa metáfora de la creación que quisiera para mí. Veo un emblema de la obra bien hecha, de la obra henchida que de tanto crecer, de tanto extenderse, de tanto alimentarla ha llegado a sobrepasar las dimensiones de lo cotidiano y necesita salir al aire libre, marcharse por el mundo.
Parece como si la casa fuese una excusa para el cuadro, como si la casa se fuese construyendo alrededor de sus cuadros, por una extraña sedimentación, por un crecimiento inverso, de dentro a fuera.
No entiendo muy bien cómo puede ejecutar la pincelada con tan poca perspectiva, cómo puede ver lo que pinta desde tan cerca, cómo puede superponer sus imágenes y visiones, sus alucinaciones, con tan poco espacio. No me explico cómo puede enfocar. Pero tal vez se trate de la condición necesaria para que se produzca el advenimiento de sus fantasmagorías, de sus asombrosas superposiciones de figuras y significados. Tal vez necesite trabajar en multitud, que todo se acumule en una suerte de recogimiento de las cosas y de las ideas, que todo permanezca prieto en la realidad para que quede en limpio sobre el cuadro. Quién sabe.
Me encanta visitar los estudios de los amigos pintores. Tienen algo de secreta leonera de juegos, y cada vez que entro en ellos salgo más niño, más sabio sin necesidad de estudio, más feliz de no sé qué episodios recuperados de mí mismo. Más crecido y hondo en un saber que para mí siempre estará ligado a lo imposible y mistérico. Me gusta cómo huelen los tubos de óleo, las colas para las imprimaciones, el aceite de linaza, los barnices. No sé qué hechizo tienen los bastidores montados, amontonados. No sé qué desprenden y prometen los rollos de lino a la espera. Y las espátulas, y las mesas salpicadas de grumos resecos de color, y las hordas de pinceles.
A quienes tenemos vocación narrativa –es decir, naturaleza de cotilla con ínfulas literarias- nos cautiva inmiscuirnos en la intimidad de los demás, porque la intimidad es el ámbito de donde surgen todas las historias que después se convierten en fábulas comunes, en literatura. De manera que al ejercer de curiosos, quienes tenemos inclinaciones novelísticas pensamos estar ejercitándonos, trabajando, practicando el oficio de vivir y aprendiendo el de escribir. Las casas en que vivimos, sin ser nosotros por entero –nada lo es- forman parte de nuestra alma y nosotros formamos parte del alma de las casas. A fuerza de vivir donde lo hacemos alguna suerte de intercambio se produce entre los caracteres de las casas y nosotros, alguna suerte de huella recíproca nos imprimimos. De ahí que husmear en los estudios de los pintores suponga también para mí una mirada añadida a la mirada con que contemplo sus cuadros.
Chema tiene en la habitación de su casa en donde pinta algunos fetiches reveladores. En los cristales de las ventanas, para verlas al trasluz, hay ahora algunas radiografías que le sirven de modelo para sus obras recientes, con esa severidad espectral que dan las sombras del nitrato de plata sobre el papel de revelado. De un clavo sujeto en la pared cuelga un par de viejos guantes de boxeo, con el cuero cuarteado y el aspecto de provenir de los tiempos de Paulino Uzcudun. En los estantes hay novelas de Rulfo y Faullkner, ensayos de Clément Rosset y Schopenhauer, poemarios de Claudio Rodríguez y César Simón, libros de arte y antiguas fotografías. Discos y recuerdos. Viendo todos sus amuletos y reliquias me afianzo en la convicción de que todo arte es autobiográfico. De manera confesa o de forma inconfesable, pero autobiográfico.
Él pinta y respira. Respira y lee. Escucha música y pinta. Quiero decir que pinta como respira, como lee, como escucha la música, porque todo es una y la misma cosa en su persona, con la naturalidad de quien sabe tender puentes entre los asuntos que aparentan ser distintos. La sabiduría de un artista, de un individuo, me parece que consiste en eso: en saber tender puentes, en saber encontrar vínculos entre lo que podría parecer diferente bajo un punto de vista menos atento.
A veces, hablando de literatura, le he escuchado decir que los pueblos desérticos de los relatos de Rulfo y las aldeas polvorientas de las novelas de William Faulkner los siente como algo propio, muy cercano, un paisaje que en su imaginario no se aleja apenas de las aldeas y los pueblos de La Mancha, con sus amaneceres esteparios, con sus horizontes vacíos. La lectura también es una actividad autobiográfica, en especial la creación que todos hacemos de esa estirpe de favoritos a quienes nos encomendamos como figuras tutelares: nuestros mayores.
Aunque no exento de actitudes combativas, de un crítico civismo de naturaleza radical, Chema tiene un carácter apacible y expansivo. Y sin embargo el universo de su pintura tiende hacia las zonas en sombra del espíritu. Sus cuadros, más que cauterizar, suelen abrir heridas. En su falta de complacencia, en su aspereza, en su austeridad cromática hay una misteriosa pureza perversa que nos muestra el sarcasmo del mundo. La inocencia de la naturaleza, de los hombres y de la mirada ha padecido su caída en el tiempo y ha sido corrompida para siempre. Por eso llevamos luto. Por eso él pinta en luto para todos nosotros el mundo en que vivimos.
No se trata de una contradicción el hecho de que un artista de temperamento cordial sea el autor de una obra trágica. O al menos no se trata de una contradicción que no se resuelva con sencillez en la obra misma. Quizá sea la condición necesaria para que se produzca esa obra, la distancia espiritual requerida con respecto a los asuntos del arte y del mundo, su justa estrechez afectiva. Como quizá sea la distancia exacta para pintar la que el autor tiene en su estudio. Tal vez sea necesario que los iracundos y los furiosos se inclinen hacia el territorio de lo diurno, y que los serenos nos sirvan de guía en las tinieblas. Quién sabe. Quién puede saberlo.
Pero el caso es que Chema López, con su pintura del envés, nos franquea la puerta hacia el ámbito de las sombras, hacia el reverso del espíritu. Lo hace con una luz en la mano: la luz de la clarividencia. Lo hace con los ojos abiertos. Lo hace con su luto luminoso. Para que le sigamos detrás del espejo con nuestra propia mirada. Para que crucemos el umbral y miremos de frente la amarga belleza cegadora de cuanto nos rodea.
Carlos Marzal
Septiembre de 2005